El «Polaco» Goyeneche vuelve al cine en «Las formas de la noche»
El «Polaco» Goyeneche vuelve al cine en «Las formas de la noche»

El «Polaco» Goyeneche vuelve al cine en «Las formas de la noche»

Una pregunta se desliza en el filme que volverá a la sala del cine Gaumont: ¿Cuál fue el mejor Goyeneche?. La respuesta se expanden más allá del fresco cinematográfico.

POR MARIANO SUÁREZ
Foto Prensa

Foto: Prensa.

«Las formas de la noche», el documental sobre Roberto «Polaco» Goyeneche, volverá este jueves a la sala del cine Gaumont y una pregunta se desliza en el filme: ¿Cuál fue el mejor Goyeneche? ¿El cantor «decidor» del «punto y coma» de la etapa final? ¿El intérprete técnico y sobrio de la Orquesta de Horacio Salgán en los ’50? ¿El que conoció los secretos del oficio con la Orquesta de Aníbal Troilo? Las respuestas se expanden más allá del fresco cinematográfico.

No hay controversia sobre la estatura de Goyeneche como cantor de tangos, pero sí sobre qué bases se construyó su narrativa. En el documental las voces de Adriana Varela y el periodista Matías Longoni, su biógrafo, destacan la dimensión del «último» Goyeneche, el maestro del arte del fraseo. Sin embargo, el cantor de Saavedra ha tenido defensores -y peor, imitadores- tan desaforados que se ha llevado esa línea al borde de la caricatura. Goyeneche -por suerte- se defiende desde los discos.

«Hay quienes prefieren lo virtuoso, pero a veces lo virtuoso no atraviesa al público, aunque mucha gente decía que cantaba mejor en la primera época. Quienes éramos jóvenes en la última etapa del Polaco lo conocimos así, así nos llegó, y el hecho artístico pasó ahí, cuando ya era solista», ha explicado Varela, quien conoció a Goyeneche al comienzo de su carrera en el café Homero

Marcelo Goyeneche, sobrino-nieto del cantor y director del documental, recuerda que el cantor del que habla Varela «empieza a tener preponderancia desde fines de los ’70, cuando es operado de las cuerdas vocales. A partir de ahí empieza a frasear y a ser ese decidor que gusta a tanta gente. En todas las etapas hay un Polaco distinto: al comienzo es un cantor excepcional y de a poco se va convirtiendo en este decidor. Esa fue la gran virtud que tuvo, saber ubicarse en el momento en que estaba para poder dar lo mejor que tenía».

En la perspectiva de toda su trayectoria, el periodista Jorge Göttling sintetizaba: «Se comprende por qué cantó tan bien con sólo formular sus preferencias: Tony Bennett, su ídolo, (Frank) Sinatra, (Beniamino) Gigli, Los Beatles, el mimo Marcel Marceau, Tom Jones, y, por sobre todos ellos, la voz invicta de Carlos Gardel».

El debate posterior puede ser engañoso. El Goyeneche que se incorporó a la Orquesta de Salgán en 1952 ya contenía rasgos de una primaria modernidad que no era común para el resto de los cantores.

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Desembarcó en la orquesta de Troilo a los 30 años, en 1956. Fue convocado para reemplazar -junto a Ángel Cárdenas- a Pablo Lozano y Carlos Olmedo. Su éxito no fue inmediato. Recién con el suceso del tango «Calla» logró apaciguar las resistencias de cierto público, siempre con el espaldarazo de Troilo, que no vaciló en ese tiempo de vaivenes. Allí afirmó su pertenencia a la orquesta, en la que continuó hasta 1963.

Sobrio y de estirpe gardeliana al inicio, Goyeneche progresivamente fue desplegando los recursos que administró como ninguno: su capacidad para retrasar o adelantar el tempo para, luego, terminar por coincidir con la orquesta. Tal vez su admiración por los cantores de jazz, que tenía al rubato y al scat como herramientas ya consolidadas, le había hecho más proclive a ese desarrollo.

«Busco la gramática escondida en cada tema. Cuando hay un fortísimo, hago, si es necesario, un pianísimo. Soy profesor de gramática antes que cantor de tangos. Entiendo lo que la letra quiere decir y, si no lo entiendo, le pregunto al autor y, si esto tampoco resulta posible, no lo canto. Yo canto los puntos y las comas, los signos de admiración y de interrogación«, explicaba el Polaco.

«Pichuco me enseñó a cantar las comas, los puntos. Me enseñó a no acentuar equivocado. Simplemente te dice: ‘Pibe, escuche esto’, y canta (y lo hace muy bien) y vos aprendés».

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La comunión con Troilo continuó hasta 1963. Entre las obras que reflejan aquella sociedad aparecen «Yuyo verde», «Bandoneón arrabalero», «Romance de barrio», «Naranjo en flor», «Flor de lino», «Luna llena», «Cabeza de novia». Juntos grabaron 26 títulos.

Entonces Pichuco lo echó. «Troilo me llamó aparte y con su voz cadenciosa me dijo: ‘Mirá, Polaco, si no te vas, te echo. Independizate que este es tu momento… te vas a cansar de ganar plata'». La película desmiente la inmediatez de esa respuesta económica.

La estampa final de Goyeneche, antes de su muerte en 1994, lo ubicaba lejos del cantor que supo ser. Sin embargo la última grabación, «Viejo ciego» con Antonio Agri, que también cierra el filme, resulta conmovedora.

«El Goyeneche de antes era un cantante y ahora es un decidor: además de cantar, cuenta. Él hace eso ahora, una pequeña historia del tema, como lo hacía Louis Armstrong. Es un poco actor y un poco cantor. Siempre hubo buenos cantores pero nunca -salvo Gardel- hubo un cantor que supiera contar lo que estaba cantando», afirmó el pianista Héctor «Chupita» Stamponi.

A su modo Salgán coincidía, acaso desde un aspecto más teórico. «Dentro de la expresión del canto existen dos factores. Uno de ellos se conforma con las condiciones naturales: en este caso, una gran voz. Eso puede ser muy importante en la ópera, donde la naturaleza de la voz humana es relevante y puede hacer prescindir del segundo factor, que es el decir. De este atributo no se puede prescindir en los géneros musicales populares».

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El modelo del Polaco, como todo éxito, habilitó abusos.

«Yo nunca, pero nunca, escuché a Goyeneche o Berón haciendo un calderón (anotación que indica el final de una frase musical y que permite que el intérprete realice un descanso con duración a su criterio) cada dos compases», se quejaba el bandoneonista Leopoldo Federico a finales de los ’90.

Sobre los desvíos de los cantores de tango, alguna vez Alejandro Dolina aseguró: «Ha desaparecido el sentido musical del canto, ha sido reemplazado por una especie de semiactuación, una colección de supersticiones conforme a las cuales casi conviene estar un poco enfermo, un poco viejo y un poco vencido y afónico, calculando que así se pueden representar mejor los sujetos de enunciación que son, por ejemplo, los hombres apenados por algo. El curioso disparate se escribe así: el sujeto de enunciación y el cantante son la misma cosa. Es un error gravísimo».

Goyeneche no cometió ese error. Era pura musicalidad. Su «truco», con el fraseo, en el que tantos cantores naufraga, lo solía conversar en las mesas de café del Buenos Aires de los ’70 con otro cantor memorable -que no alcanzó la misma trascendencia en el país, aunque sí un éxito inmenso en México y Centroamérica- que fue el mendocino Daniel Riolobos, quien aseguraba que en verdad el primer maestro del recurso era el cantor de boleros cubano Benny Moré, que lo aplicaba en el «Tropicana» de La Habana con las modulaciones propias de su música

Pablo Kulcar
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